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La perfección en mi vida

  • Foto del escritor: Camila
    Camila
  • 18 ago 2019
  • 5 Min. de lectura

Cuando era niña me dedicaba a mis estudios y siempre obtenía buenas notas, era bastante creativa, delicada y obediente. Conforme fui creciendo me fui dando cuenta de que mi buen rendimiento académico, los buenos comentarios de parte de mis maestros en las entregas de notas y mi buen desempeño en obras musicales enorgullecía a mi familia. Mis papás nunca me dijeron directamente que tenía que obtener más de los 90 puntos en todas las clases o ser un personaje importante en una obra, yo sola me impuse esa regla. Cumplir con esa expectativa me provocó altos niveles de estrés, comenzar a sufrir de ansiedad y la pérdida de la autocompasión, sin embargo, nada de eso era importante para mí, lo que realmente me era crucial era no defraudar a mi familia, mis maestros e incluso a mis amigas que me consideraban una excelente estudiante.

En mi último año de básicos, yo era más consciente y el control de mis estudios dejó de ser suficiente para mí. Quería controlar todo para que resultará como yo tenía planeado, perfecto, de no ser así me enojaba bastante. Al mismo tiempo mi cuerpo empezó a cambiar y las personas que me rodeaban me lo recordaban con comentarios como “Ya estás subiendo de peso nena”, “Que bueno que ya estás agarrando forma porque eras puro palito” e incluso “Así si le vas a gustar a la gente, ya no te ves pura niñita”. Yo estaba acostumbrada a tener el dominio de “todo” en mi vida, pero ese cambio me hizo sentir fuera de control, frustrada e inconforme con mi cuerpo. Comencé a buscar dietas para bajar de peso y empezó como algo inofensivo. No tenía como pesarme así que mi manera de ver si las dietas restrictivas estaban funcionando era medirme con un metro y verme frente al espejo, al no ver resultados me enojaba conmigo misma porque creía que no estaba restringiendo y ejercitándome lo suficiente, así que cada día comía menos que el anterior y me exigía hacer todo el ejercicio posible.

El frío comenzó un día en mi pies, luego en mis manos hasta estar por todo mi cuerpo, el lanugo cubrió mi cuerpo, mis ojos cada día mas tristes y resaltados, mi pelo reseco, el dolor al sentarme o acostarme porque mis huesos chocaban con cualquier superficie, la falta de aire por subir unas cuantas gradas y muchos síntomas más de que mi cuerpo estaba en peligro se empezaron a presentar, pero debido a la euforia que me provocaba demostrarme que era fuerte por lograr ayunar un día más, yo no me sentía ni un poco débil. Fue muy rápido, yo me sentía estancada en mi peso inicial y aun así en abril del 2016 fui llevada con la primera nutricionista. Allí me di cuenta de que tenía el peso de una niña de 8 años y no es hasta ahora que veo las fotos y noto lo mal que estaba. Comencé con la nutricionista un plan de alimentación intuitiva y mindfulness, simultáneamente iba con una psicóloga de TCA.

Recuerdo tener ataques de pánico en la cocina o en la mesa frente al plato, pero comía por mis papás, no por mí. Me sentía culpable por defraudarlos y no por dañar a mi cuerpo, cumplía el menú porque así sería la hija y paciente “perfecta” con una recuperación “perfecta”. Fui mejorando poco a poco y ya no me sentía tan enferma, así que dejé de ir con ambas profesionales de la salud.

Al llegar mi año de graduación el estrés aumentó en mi vida, por lo que detonó una recaída, un golpe duro para mi deseo de ser perfecta. Esta vez fui con una nueva nutricionista, otra vez iba viento en popa demostrándole a todos que yo era fuerte y lograba recuperarme. Empecé la universidad y el sentimiento de descontrol se apoderó de mí por lo que caí en la depresión y ansiedad más severa de mi vida a tal grado de tener que ir con un psiquiatra y tomar medicamento para estos trastornos. Para mí se volvió un hábito ocupar mi mente con temas de la universidad durante el día y en la noche llorar hasta quedarme dormida. No siempre era así, a veces mi mente divagaba en clases e incluso tenía que irme al baño porque me daban ataques de ansiedad y al no tener a mis amigas del colegio que sabían del tema, me sentía sola, en peligro y frustrada. El medicamento comenzó a hacer efecto y el incremento de peso aclaró mi mente, por lo que, al sentirme mejor, dejé de ir a las citas médicas.

Creí que ya estaba bien, había días en los que los pensamientos restrictivos venían a visitarme, pero se iban en unos minutos y comía sin culpa el 99% del tiempo. Sin embargo, una época de estrés en mi tercer semestre de la universidad me hizo perder el apetito y al no comer no me pasaba nada, algo extraño porque una secuela que me dejó la enfermedad fueron hipoglucemias si comía un poco menos de lo normal o a distinta hora de lo normal. Esto me hizo darme cuenta de que todavía era capaz de restringir y mi obsesión por demostrarme que cada día podía restringir más que el día el anterior regresó, comencé a contar calorías de nuevo y a ejercitarme en exceso. Esta vez mi cuerpo sintió el daño más rápido y la euforia provocada por ayunar no me dio la fuerza necesaria para seguir con esos hábitos autodestructivos. Me sentía muy débil, fría, sola, culpable, frustrada por no ser la “perfecta enferma” del 2016 que podía pasar días sin comer, no tenía ánimos para nada, pero al despertar me arreglaba para ir a la universidad y aparentar que todo estaba bien porque nadie tenía que saber que yo, una buena estudiante, organizada y responsable estaba recayendo por segunda vez.

Recientemente acabo de retomar la recuperación y doy gracias por todas mis recaídas porque gracias a esos momentos difíciles he aprendido mucho sobre cómo el cuerpo y mente trabajan, de lo fuerte que soy, he conocido personas extraordinarias y sobre todo he aprendido lo importante que es estar en paz con un mismo, aceptarse con sus luces y sombras. Es un proceso muy agotador tanto física como mentalmente y no sabría decir qué es más difícil, vivir con el trastorno o recuperarse de el porque en este último proceso sientes que te pierdes, dejas de ser tú y sientes miedo de no saber qué hacer al no tener el “control” que la enfermedad te hace sentir. Aunque aún no me he recuperado puedo asegurar que ganar la batalla contra la anorexia vale la pena porque la paz regresa a tu vida y con ello una versión de ti capaz de afrontar cualquier problema, capaz de amarse y amar, empoderada, segura y orgullosa de sí misma, mientras que vivir con el trastorno es un suicidio en cámara lenta.

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